domingo, 27 de septiembre de 2009

Suposiciones


Me tomé el 60, 62 o 142, sinceramente no recuerdo, pero el hecho es que a la altura de Rivera y Obligado subió mujer joven y muy bonita, un borracho y un veterano con cara de antipático, en ese orden.

Venía leyendo un cuento de Raymond Carver y no estaba prestando atención a lo que sucedía al lado del conductor, pero al escuchar un par de voces fuera del tono típico esperable en un ómnibus miré hacia adelante. El borracho se sentó en uno de los asientos maternales, mientras discutía con la joven. El veterano comenzó a recriminarle algo al conductor-cobrador. No entendía el motivo de tal lío.

—¿Cuál es el número de este ómnibus?— decía indignado — voy a llamar a Cutcsa para denunciarte. Vos no podés dejar subir a una persona en este estado.

Era imposible seguir leyendo el libro de Carver. La escena que estaba presenciando tenía mucho más vértigo que las líneas que tenía en mis manos.

Pronto el veterano caminó hacia el fondo del ómnibus, mientras decía:

—¿Y acá qué pasa?, ¿es que a nadie le importa nada lo que pasa con los demás?— Su enojo había dejado de ser con ya sólo con el conductor-cobrador. La joven se sentó al lado mío.

—¿Qué pasó?— le pregunté.

—Nada. El borracho me tocó el culo. Y el viejo éste se calentó con el conductor. Yo que sé. No da para tanto.

En ese momento una vieja que estaba sentada en la primera fila de los asientos horizontales le respondió al viejo:

—¡No diga eso porque a mí sí me interesa lo que le pasa a las demás personas!­ — parecía que trataba de contener lágrimas de sus ojos, vaya a saber por qué— ¡A mí me interesa la ciudadanía!

Aquella última afirmación había terminado de hacer sentir ridícula a mi acompañante de asiento.

—Qué suerte que tenés de ser la protagonista de de esta telenovela— le dije.

—Salado. Este espectáculo es totalmente al pedo. No hay motivo para armar tanto lío.

La empecé a observar de otra manera. Tendría unos 26 años. Era una mujer alta, corpulenta, de físico alemán, con unas piernas muy lindas. De cerca era bastante más bonita que de lejos. No tenía rasgos muy delicados pero sí una presencia firme y segura, que se materializaba en las enormes botas marrones que le cubrían hasta las pantorrillas, pasando por encima del jean. Mientras que cualquier pendeja pelotuda de este país hubiera llenado sus pañuelos descartables de mocos luego de recibir el manotazo del borracho, esta mina se cagaba en toda la escena.

Y además había algo que no me dejaba dudas: debía ser una bestia en la cama. Le sobraba actitud para serlo. Pensé en seguir la charla pero ya se me había acabado el tema de conversación. De pronto ella me adelantó:

—¿Tá bueno ese libro de Carver?

—Sí. En realidad es el primero que leo. Son medios deprimentes los cuentos pero, bueno, creo que esa es la joda.

—Sí. Realismo sucio. Está muy bueno. —parecía que sabía más que yo; reconozco que mis conocimientos literarios son limitadísimos—Aunque ese libro nunca lo leí.

Hablamos un poco más de literatura. Le recomendé el libro de Hunter Thompson que lo llevaba en la mochila y algunas cosas más que no recuerdo. Ella por momentos seguía la charla, pero a veces sacaba su celular y comenzaba a mandar mensajes de texto, cortando así el ritmo de la conversación, que pasaba de parecerse a la de dos personas en plena confianza a convertirse en un silencio incómodo, al menos para mí, que traté de derribar haciendo comentarios sobre el borracho.

Pero sólo pude hacerlo en una ocasión. Para los futuros silencios ya no se me ocurría como entrarle a esa mujer. Por momentos creía que ella me había buscado y debía responderle, pero su indiferencia me hacía dudar. Pensé en pedirle el celular. No. Aquello era una idea disparatada. Nunca había hecho eso en un ómnibus, al menos con una mujer que acaba de conocer hace diez minutos luego de que un borracho le tocara el culo. Pero, por otra parte, ¿tenía algo que perder? Tampoco. Era sólo cuestión de probar. Quizás no obtuviera nada, pero en una de esas podría conseguir planes para el fin de semana, aunque era recién martes.

El ómnibus cruzó Cuareim y llegó a la Plaza Cagancha. Para mi sorpresa, ella se paró justo antes de que tuviera que pensar si le iba a pedir permiso para que me dejara pasar o algo más.
Sin despedirse se fue hacia la puerta del conductor. La seguí. Me puse detrás de ella y me bajé. Apenas tuve contacto con las baldosas de la plaza le dirigí la mirada. No me había visto bajar. Al hacerlo no le llamé la atención.

Caminaba rápidamente, como si estuviera apurada. Me hice el sota y saqué un cigarro –no fumo- de una caja que tenía guardada en la mochila. Mientas hacía que buscaba un encendedor en el bolsillo que sabía que no tenía, miraba de tanto en tanto los objetos sin valor de uso que suelen vender los artesanos de ese lugar. Cuando levanté la cabeza de nuevo caí en que la había perdido.

Pero no. Allí estaba, en ese pedacito de vereda que rodea el monumento a la libertad. La reconocí por sus piernas. Y quién era ese peludo con pinta de actor hipillo amateur. Los autos y ómnibus que me pasaban por la cara no me dejaban verla, verlos. Se besaron sí, lo supuse. En realidad nunca pude ratificar con mi vista aquello, pero de seguro lo deben haber hecho.

Allí estaba yo, del otro lado de la calle, con el libro de Carver en la mano y mi cigarro apagado en la boca. Caminé hasta Cuareim y o encendí. Por qué no hacerlo. No tenía nada que perder.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Miedo y asco en Las Vegas, de Hunter Thompson

¿Para qué Hunter Thompson se llenó las venas de estupefacientes, alquiló un auto último modelo y partió, junto a un samoano drogadicto, a cubrir la Mint 400?

¿Qué le aportaba derrochar pedir cuanto trago y cena fuera posible a su habitación del Hotel Mint?

Tampoco queda claro por qué se hace pasar por un tal Raoul Duke, ni por qué su abogado se hace llamar el Dr. Gonzo. Mucho menos para qué provocan a los transeúntes nocturnos de las vegas con su Cadillac blanco, por qué se les ocurre amenazar con un cuchillo a una camarera de un Bar y qué beneficios les aporta engañar a un policía sobre las aparentes conductas de un drogadicto.

Para que un periodista haga un buen reportaje no es necesario que se drogue hasta el borde de la sobredosis, ni que se complique la vida estafando hoteles cinco estrellas con pedidos estrafalarios desde la habitación.

Sin embargo, por lo escrito en sus páginas, puedo decir que se trata del mejor reportaje que he leído en mi vida. Hacía años que un libro no me robaba una carcajada en el ómnibus. Porque sí, este libro hace mucho más que robarte sonrisas, te arranca el mal humor.

No entiendo porque Thompson y su abogado hicieron todas esas locuras en su estadía en Las Vegas, pero de no haberlas hecho este periodista no hubiera podido escribir este sensacional reportaje. A veces vale la pena mentir, drogarse y robar.

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