El doble efecto de esta atomización mediática banal, sin llegar a concretarse a modo de "aguja hipodérmica", baña a la gran mayoría de la juventud, cual si fuera un maremoto rosado del que todos se ahogan involuntariamente.
Es obvio que no se trata únicamente de la época actual, sino que la militancia amorosa se remite a tiempos prehistóricos, aunque siempre la finalidad fue la misma: la justificacíón del sexo. Con esto no se niega que el amor no exista, sino que su significancia social es desde tiempos inmemoriales devaluada. No es extraño que hoy en día, con la ayuda de las nuevas tecnologías, haya quienes buscan venden su sentimiento amoroso (y no sexo) a desconocidos, como si se tratara de algo posible de encontrar e intercambiar mediante un mecanismo racional.
El mundo actual es testigo la moda de la pareja de novios. Ante una eterna mirada flageladora de quienes pretenden convertir su sexualidad en lo que es (un juego de placer), la presión social logra castigar la enorme mayoría de los encuentros sexuales exigiéndoles una formalidad innecesaria. Se niega así la posibilidad de un sexo sin amor, y en última instancia, de un amor sin sexo.
La mujer, eterna ciega pero necesaria protagonista de este juego, es, como siempre, la mayor víctima del problema. Su posible etiqueta de fácil la aleja del goce despersonalizado y puro, de sus deseos más íntimos, y su sexualidad termina pasando por desamoríos formales que varían mes a mes, sin poder consolidarse en ninguno de sus paraderos legales.
Si queremos oponernos al machismo, no debemos hacerlo en base al puritanismo sexual de ambos géneros, sino que por el contrario, es necesario expandir la promiscuidad masculina hacia el seño femenino. Instaurar esta igualdad en las reglas del juego sí es el principal obstáculo para acabar con este tipo de discriminación. De esta manera y extrañamente a lo que muchos pueden pensar, las mujeres de las clases bajas son las que más han hecho en este aspecto.