domingo, 8 de agosto de 2010

De mariachi al living

Anoche fui a al living. Una mina de buen lomo, con una musculosa apretada y unos ajustadísimos pantalones de cuero, que seguro se pagaron en más de cinco cuotas y no le van a quedar bien en dos años, dio un show sobre la baranda del segundo piso que pareció ser declarado de interés ministerial (por Lescano), haciendo una coreografía cabaretera que deleitó a los y las presentes, sin importar el sexo y orientación sexual de quienes la observaban.

La tipa parecía ida. Ni en esta ni en ninguna época, no es para cualquiera ser voluntariamente el centro de atención de unas más de cien personas (entre adentro y afuera), y menos en un boliche de ya cierto arraigo nocturno en Montevideo, y con perspectivas de ir en aún mayor ascenso. Cualquiera podría decir que aquel baile fue una expresión máxima de libertad y una satisfacción de pulsiones personales. A mí me parece todo lo contrario.

El living: no es el boliche típico montevideano, ni por su utilización, ni por la música, ni por las personas. Los lugares de sociabilidad, por frío que haga, acapara a toda la esquina, incluso hasta la vereda den frente, la muchedumbre de hace lugar, que es copado por un compendio de personas que en un 40% parecen jugar, directa o indirectamente, con un mensaje de sexualidad dudosa (a veces la tendencia es clara) y vestimentas juveniles que van desde lo indie hasta lo punk, pasando hasta por floggers y emos, y que hacen lo posible para separarse de cualquier significante conservador. Para mi suerte, no tengo por qué fumarme al Dady Yankee o a calle 13, salvo en momentos que aluden específicamente a música en una subyacente clara muestra de burla a la música de la industria popular cultural y tropical latinoamericana que yo comparto plenamente.

Con todo este escenario montado, que logra incluir a lo gay, a modas minoritarias que se acercan mucho más a lo europeo o norteamericano y a espectros musicales separados de la tendencia mayoritaria de un continente conservador y retrógrada, no es de extrañarse que este lugar tenga un rol preponderante como alternativo y freak , dentro de la vida nocturna uruguaya. Esto, sumado a su buena ubicación, y a una incipiente moda de lo cool en Uruguay, aparente espejo de la economía uruguaya, lo catapulta a un nuevo nivel: No es de extrañarse que empiece a cobrar entrada.

Pero todo lo que se instituye por oposición a algo está limitado a las condicionantes de su inverso. Aquella mina no bailó en su máxima expresión de libertad, deseo y desenfreno natural, sino que era el producto perfecto y exacto de las limitancias de una sociedad con predominio abusivo no sólo de la imagen sino de la sexualidad (que pasó de ser el tabú al valor preponderante), y de la sensualidad y sumisión del sexo femenino al placer del hombre y el erotismo (y en un boliche gay friendly, paradójico!). Era la misma turra que baila de noche en showmatch, disfrazada de "el living" para la ocasión.

Aún cuando la juventud tiene la obligación de ser el ala renovadora de una sociedad envejecida, y más en el caso de Uruguay, la imposibilidad de destruir los valores hegemónicos de lo construido es elocuente. Las excentricidades que vi ayer, encabezadas por este baile y seguidas por un vestuario mayoritario que hace pensar en una moda paralela, no son residuos sociales, no son parte de una contra hegemonía, no tienen nada que disputar. No hay un debate profundo. Sólo variedad de gustos. No aporta nada.


 


 

lunes, 5 de julio de 2010

Voyeurismo de vivienda

La manera más interesante de entender la esencia de una persona es estudiar su forma de perder el tiempo. Algunos se ponen a ver la tele, otros leen, muchos se tocan, unos pocos escriben, y los amantes de la gula atacan la heladera. A mí me gusta caminar. No es que no haga ninguna de las otras opciones que enumeré, pero no hay nada que disfrute más que andar por la calle escuchando algún disco de música –que nunca es el mismo, tengo obsesivos sistemas de no elección para evitar una repetición- mientras miro a la gente, descontextualizada de sus sonidos, de sus voces, sus ambientes. Sólo así adquiero una objetividad inútil para ver las cosas, tan solo atenuada por el disco de turno.

Más divertido aún que ver a la gente, es ver el interior de las viviendas. Uno no puede ser la cara que ve, porque no se ve su propia cara. Pero sí puede imaginarse cómo sería su vida si viviera en la casa cuyo cuarto es vulnerable al ojo del transeúnte. Una pensión llena de viejos y un monumental cuadro de una plaza española bombardeada por un diluvio, un apartamento de decorado minimalista en los primeros pisos de un edificio de Pocitos, una vieja casa del Cordón, con claraboya, pocas ventanas y muebles reciclados. A todas las mirás por no ser tu casa, a todas las comparás con tu casa, el lugar donde comes, dormís, tenés sexo y también podés irte por el caño tranquilo.

Hay otro estado de las cosas que es aún más difícil de llegar, que es al de las normas implícitas que rigen en cada una de las casas. Esto ya no pasa por lo visual ni por nada sensorial. Para conocerlas hay que convivir con esas paredes. Esas normas son las que moldean a la casa y también tienen mucho que ver con su apariencia y aura. La cosa no es sólo un ínfimo detalle decorativo, sino una institución invisible, pasmada en la disposición de las paredes, los muebles y los electrodomésticos.

Por ahí las casas y sus reglas hacen más a la vida de la persona que su propia cara, que no es otra cosa que el azar de la genética. Espero no ser el único en sufrir de este curioso voyeurismo, que es base de muchos otros más que padezco. Pero lo cierto es que esto hace que yo no pueda conocer bien a una persona, hasta pronto no vea como es su casa.

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